Después de más de cuarenta años entre noticias, entrevistas, columnas y vueltas periodísticas, han sido innumerables los momentos vividos en este trajín de vida. Muchos de ellos han sido particulares, pero, por el tropel de capítulos no sabemos por cuál extraña razón los hemos olvidado.
Mas, hay otros que el paso de los días los han convertido, por ser únicos, en inmemoriales, dueños del tiempo quieto de quien los haya presenciado; o sea, de quien ahora escribe.
Ahí están, con el derecho a seguir presentes porque son parte de nuestra existencia. Algunos en presencia, porque hemos estado allí, en el lugar donde han sido posibles; otros, en virtud del invasor de hogares de nuestra era: la televisión…
La tarde del 17 de julio de 1994 fue particular. En pleno verano estadounidense, y con más de 30 grados de calor, Italia y Brasil saltaron a la cancha del estadio de Rose Bowl, en Pasadena, estado de California. Cuidándose las espaldas con celo de amantes, con cien ojos en los cuellos, llegó el cero a cero.
Insoportable, no la temperatura, sí la tensión de aquel momento supremo. Van en procura de su cuarto título universal. Penales, Dunga anota, Roberto Baggio comete el pecado mortal al mandar el balón al cielo, Brasil es rey.
Desde la banca, como enviados por el espíritu del volante, surge una pancarta: “Senna, aceleramos contigo. El tetra en nuestro”… dos años después, 19 de julio de 1996, en Atlanta, un hombre, vestido todo de blanco, se oculta en las sombra de aquella noche cerrada.
Sube una escalinata de nunca acabar, y cuando aquellos brazos morenos y temblorosos levantan la antorcha que inauguraba los Juegos Olímpicos y que iluminaba su gloria, el planeta lo reconoce: es Muhammad Ali, el hombre que luego de caer ha vuelto al pedestal de los más grandes atletas que el mundo haya conocido…
“El tiempo, el implacable, el que pasó”, como dijo en su canto Pablo Milanés, salta hasta el 21 de marzo de 2023. Y ahí está Mike Trout, amenazante, en busca de la trascendencia. Gana Japón, y hay dos outs es el cierre del noveno inning.
En la otra orilla de la historia está Shohei Ohtani, y el antagonismo de dos compañeros de equipo en las grandes ligas es inevitable. No los puso ahí un guión de Hollywood; no, lo hizo posible el beisbol, en la plenitud definitiva del Clásico Mundial.
Trout quiso enviar la bola al infinito, al hueco negro de los imposibles, pero Ohtani no lo dejó. Ese instante de Dios, ese momento sublime, quedó grabado a fuego vivo en la memoria como uno de los más luminosos que haya vivido deporte alguno en su devenir desde su nacimiento, en el discurrir del siglo XIX.
Nos vemos por ahí.